Si el gobierno federal va a demandar a las empresas que no entregan medicamentos, también debería mirar con lupa lo que ocurre dentro del IMSS Bienestar en Tamaulipas. Ahí, el problema no es la falta de medicinas: es la infección profunda que deja la corrupción cuando sustituye la vocación de servicio.
Bajo la dirección de Maggid Rodríguez, la institución parece más un negocio personal que un sistema de salud pública.
Un grupo de funcionarios cercanos opera una red de contratos amañados, desviando recursos que debían destinarse a hospitales, pacientes y equipamiento. En lugar de fortalecer la atención médica, fortalecen sus bolsillos.
Los contratos por mantenimiento de equipo médico son el mejor ejemplo. Se reparan aparatos que a los dos meses vuelven a descomponerse, pero los pagos superan los veinte millones de pesos.
No hay supervisión, ni sanciones. Solo silencio cómplice, mientras las clínicas y hospitales siguen sin tomógrafos, sin camas y sin material quirúrgico.
Maggid Rodríguez sabe lo que ocurre. Pero ha preferido permitir que un grupo de empleados se le trepe y convierta al IMSS Bienestar en un mercado interno de favores.
Cada factura inflada, cada compra simulada, cada “reparación” fallida es una puñalada más al derecho a la salud del pueblo.
El daño no es menor: mientras la corrupción prospera, los enfermos se multiplican.
Los hospitales públicos se ahogan entre la falta de medicinas y los equipos inservibles. Y lo peor, el descontento ciudadano termina golpeando la credibilidad del gobierno federal y del propio gobernador Américo Villarreal, quienes cargan con los errores de otros.
No hay forma de curar un sistema de salud cuando quienes deben sanarlo son los mismos que lo están infectando.
Cada peso que se desvía, cada contrato que se manipula, es una dosis menos para un niño con cáncer, un adulto con diabetes o una mujer que espera una cirugía.
Las Fiscalías y la Auditoría Superior de la Federación deben intervenir con urgencia. El IMSS Bienestar no puede seguir siendo una caja chica ni un refugio para corruptos. Porque cuando la salud se enferma de corrupción, no hay medicina ni discurso que la salve.
“El otro rostro de Bienestar”
Una de las tareas más urgentes que debe asumir la Auditoría Superior de la Federación es revisar con lupa los pagos de la Delegación de Bienestar en Tamaulipas, dirigida por Luis Lauro Reyes.
La dependencia maneja millones de pesos en programas sociales que, si se aplicaran conforme a la ley, no tendrían por qué generar sospechas ni fugas de dinero.
Pero la realidad es otra. Detrás de los discursos sobre justicia social, se ha montado un aparato que mezcla política, intereses personales y estructuras electorales disfrazadas de asistencia pública.
En cada delegación se repite el mismo patrón: buscar ventaja económica o política bajo el amparo del “bienestar del pueblo”.
El caso de Tamaulipas no es menor. Existen señalamientos sobre cómo se integran las listas de trabajadores que supuestamente realizan censos o aplican programas. La ASF debe investigar si quienes aparecen contratados por Luis Lauro realmente trabajan o solo cobran por favores políticos.
En más de un programa, los primeros lugares en las nóminas resultan ser aviadores con vínculos partidistas.
Mientras tanto, el trabajo de campo se abandona, los beneficiarios quedan sin atención y el dinero público se escurre en una red de complicidades.
La Delegación del Bienestar se ha convertido, en muchos estados, en una oficina paralela de operación política.
No solo reparte apoyos, también reparte lealtades. Y cada peso que se desvía es un golpe al verdadero propósito de los programas sociales: mejorar la vida de quienes menos tienen.
Por eso la auditoría no debe limitarse a revisar papeles. Tiene que entrar al fondo: ¿quién cobra, quién trabaja y quién se beneficia? Porque detrás de los padrones y las nóminas está una estructura que usa los recursos públicos para apuntalar proyectos personales.
La fiscalización de la ASF no solo pondría a prueba la honestidad de una dependencia, sino la credibilidad de un modelo de gobierno que presume transparencia y justicia social, pero que, en los hechos, sigue funcionando con las viejas mañas de siempre.
