La presidenta Claudia Sheinbaum ha dado el primer paso hacia lo que será, sin duda, uno de los debates más delicados y trascendentales del sexenio: una nueva reforma electoral.
Lo hace a través de un comité de planeación encabezado por Pablo Gómez, un personaje histórico de la izquierda mexicana, pero también un político que genera lecturas diversas, especialmente cuando se le asigna la tarea de rediseñar las reglas del juego democrático.
Seguramente la reforma va plantear discutir aspectos tan sensibles como históricos reclamos: la eliminación parcial o total de las prerrogativas a los partidos políticos, la elección directa de consejeros electorales, la posible desaparición o reducción de diputados y senadores plurinominales, los tiempos de publicidad oficial para los partidos, y las facultades del Instituto Nacional Electoral (INE).
Una agenda ambiciosa que, de entrada, abre más preguntas que certezas. ¿Qué busca realmente este rediseño electoral? ¿Fortalecer la democracia o debilitar los contrapesos? ¿Corregir excesos o controlar instituciones incómodas?
El problema no es que se discuta una reforma electoral. México ha pasado por varias —y necesarias— transformaciones en esta materia en las últimas décadas. El dilema es el momento.
La reforma se anuncia apenas meses después de que Morena y sus aliados consolidaron una mayoría calificada en el Congreso, lo que les permite modificar la Constitución sin necesidad de negociar con la oposición.
Además, ocurre en una secuencia que no parece casual: Primero, la reforma al Poder Judicial; después, el avance hacia la desaparición de órganos autónomos; y ahora, la intención de modificar la estructura que regula las elecciones.
¿Estamos ante una estrategia para desmontar los pilares que equilibran al poder presidencial? Porque si a la reforma del INE le sigue el control del Poder Judicial y la eliminación de los órganos autónomos, entonces ya no hablamos de ajustes institucionales, sino de una reconfiguración total del sistema democrático mexicano.
Uno de los puntos más polémicos es la eliminación de las candidaturas plurinominales, que si bien han sido cuestionadas por su lejanía con el voto directo, han sido fundamentales para garantizar la representación de minorías y evitar la sobrerrepresentación de las mayorías. Morena, paradójicamente, es uno de los grandes beneficiarios de ese esquema.
Reducir o eliminar esa figura implicaría abrir la puerta a mayorías aplastantes, donde una sola fuerza política pueda controlar todas las cámaras sin equilibrio ni voces disidentes. Es decir, menos pluralismo y más concentración de poder.
Otra propuesta que genera alarma es la elección popular de los consejeros del INE,y seguramente de los Oples, lo cual puede sonar democrático en el discurso, pero es riesgoso en la práctica: someter a votación a quienes deben ser árbitros imparciales es ponerlos en una carrera política. Y un árbitro con campaña, es un árbitro con compromisos.
La pregunta de fondo es si esta reforma busca modernizar al sistema electoral o someterlo. Porque el INE, con todos sus errores y costos, ha sido clave para construir procesos electorales confiables, con alternancias reales y resultados respetados incluso por los perdedores.
Una reforma electoral sí es necesaria, pero debe hacerse con base en consensos amplios, diagnósticos técnicos y espíritu democrático, no desde la lógica del control y la revancha institucional.
Hoy México necesita fortalecer su democracia, no debilitarla. Porque cuando se modifican las reglas del juego con el marcador a favor, lo que se pone en riesgo ya no es una elección, sino la credibilidad del sistema completo.
Y una democracia sin confianza es apenas una fachada.
Además, si uno de los objetivos de la reforma es eliminar o reducir las prerrogativas económicas a los partidos políticos, el debate no puede quedarse solo en la narrativa del “ahorro”.
Se requiere explicar con claridad en qué se invertirá ese dinero público que dejaría de destinarse al financiamiento de la vida partidista. ¿Será para fortalecer la educación cívica, los programas sociales, la infraestructura electoral o simplemente se dejará en manos del Ejecutivo? Una decisión de esa magnitud no puede tomarse sin transparencia ni justificación.
Quitarle dinero a los partidos puede sonar popular, pero también puede debilitar la competencia democrática si no se garantiza que los recursos no terminen en campañas disfrazadas o en estructuras paralelas de poder.